LOS FANTASMAS DEL DUELO

Crecí escuchando las historias de fantasmas que contaba con naturalidad mi abuela materna. No se trataba de cualquier aparecido, ella había visto a cada una de sus personas queridas poco después de que estas la dejaran, y solo por un corto espacio de tiempo; era su manera singular de poder transitar los duelos, pues le resultaba especialmente difícil despedirse y aceptar la pérdida. Verlos vivos una vez más, antes de que la realidad de la muerte la envolviera por completo, era su última oportunidad para poder atarlos un poco más de tiempo, solo un poco más, a ella.

Mi abuela solía contarnos lo unida que se había sentido siempre a su nodriza, con quien vivió hasta los 7 años y que la había criado con los amorosos cuidados de una buena madre, mientras la verdadera prefería otras realidades más frívolas y festivas. Cuando esta nodriza, o dida, como se las llama en catalán, falleció, mi yaya no se sintió con ánimos de asistir al entierro, quedándose junto a su hija recién nacida. Se hallaba sentada junto a la cuna del bebé, cuando oyó que alguien entraba en la casa, y hasta ella llegó la voz de su llorada dida con su saludo habitual: “Que hi sou?”  (¿estáis?). Con una mezcla de asombro y estupor, la vio entrar en la habitación, acercarse con un gesto afectuoso para mirar a la niña. Mi abuela contaba que solo había logrado articular: “Dida, em fas por” (me das miedo). Tras lo cual la aparición se disolvió en la nada. “Va venir a veure la nena” (vino a ver a la niña), decía después con una sonrisa de satisfacción, y apoyaba la veracidad de su relato añadiendo que, según supo más tarde, el vestido, y también el velo, que llevaba su nodriza en ese fantástico encuentro, eran los mismos con los que había sido enterrada.

Mi yaya nos contaba que había perdido a su primer marido cuando este apenas tenía 23 años; sobreviviente azaroso de la guerra, bebió agua corrompida en su penoso viaje de vuelta al hogar, y había sucumbido al tifus a los pocos días de llegar a casa. Mi abuela no lograba aceptar tener que separarse del hombre que tan bien la había amado y protegido, y que la dejaba con un bebé de pocos meses. De nuevo otra pérdida enlazada a una vida que asoma, y una mujer dividida en una encrucijada: disolverse en la tristeza o luchar por la esperanza. Había sido entonces cuando una tarde despertó de la siesta y vio junto a la cama a su amor perdido, quien, contaba ella aún emocionada, la miraba con pesar. Al pedirle mi abuela que la llevara con él, este respondió lo único que podía convencerla y salvarla de la melancolía, como una mano fuerte que estira de ti hacia la vida: “I la nena?”.

Estas eran algunas de las historias de fantasmas familiares que contaba mi yaya Lidia, y nadie en la familia expresó nunca ninguna duda de la autenticidad de sus relatos. Tal vez todos sabían cuán doloroso es morir para el otro, el que se ha ido, porque sentimos que quien fuimos para esa vida recién apagada ya nunca volverá; de alguna manera, también nosotros morimos un poco.

Freud afirmaba, y así lo escribió en su artículo de “Duelo y melancolía”, que no abandonamos fácilmente nuestras “posiciones libidinales”, y que la realidad se torna tan extraña para nosotros tras la muerte de alguien querido que a veces se puede intentar retenerlo alucinando el deseo de que siga vivo a nuestro lado, como en los sueños.

Ese era el modo de elaborar los duelos de mi abuela Lidia. Yo encontré otro, y poco después de su muerte, escribí:

“Por fin tienes lo que querías, y tu cuerpo agotado se ha vuelto hacia la tierra. La piel, el peso, la misma comisura de los ojos cerrados mandaban un mensaje de adiós voluntario, de alejamiento, de indiferencia ahora. Pero no solo ahora, hace meses que te habías despedido, y los asuntos de este mundo no te sujetaban.

Nosotros, tu familia, hicimos nuestro propio ritual de despedida, que debía de ser el mismo que tú esperabas. Bajo una delicada lluvia intermitente, la hija mayor subió la escalera hasta el nicho abierto, y depositó la urna con tus cenizas al lado del féretro de tu segundo esposo. Habíamos recorrido esa mañana la distancia que hay hasta el lugar donde todos, en diferentes estadios de nuestra vida, habíamos compartido la misma casa en el mismo pueblo pequeño, el mismo jardín, tan parecidos recuerdos…

Yo pensaba en la última imagen que ya siempre me quedará de ti, y no sé si eso es bueno: una mujer de 93 años tan absolutamente fallecida en su lecho que ni siquiera era ella. Luego fuimos a recoger las mismas hierbas de olor que tú nos trajiste tantas veces: romero, tomillo, también los limones del árbol que plantaste una vez… Y así, al menos, recuperamos el olor conocido de nuestro pasado.

Las hijas, los nietos, volvimos a casa un poco más viejos.”

Este artículo fue publicado originalmente en La REd-VISTA de Umbral, nº 3 (junio de 2024), tanto en su edición impresa como digital. Puedes consultar la versión original en el siguiente enlace:
https://www.umbral-red.org/images/red_vista_nro_3.pdf
Me alegra compartirlo ahora también en este espacio, como parte del archivo vivo de textos sobre duelo, memoria y transmisión.

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