
Uno se tiene a sí mismo. Y a veces, a menudo (¿siempre?), lo que tiene es un ser ajeno: alguien, algo que está ahí. Uno tiene un animal encerrado en una jaula, o suelto, dormido, o rugiendo. Uno puede tener un monstruo multicéfalo, o un esclavo renqueando tras la sombra. Uno vive, a veces, con una multitud en guerra.
Pero también, en ocasiones, siente en el pecho cómo se abre una flor, un hermoso nenúfar que inquieta nuestra sangre, que se expande, crece y se apodera de nosotros. Entonces, se van los pensamientos hacia la espuma de los días. Uno siente una sed insaciable y unos deseos sin fin de dar algo, una necesidad callada de ser arrebatado y poseído e ilusionado a pesar de uno mismo, del ser ajeno, de los perros que muerden, del mezquino y traidor esclavo.
Antes de que el loto se apodere de toda nuestra carne y ya nada sea y sea para siempre.