LA TIERRA PERDIDA

No sé si ahora tengo muchas ganas de seguir viviendo, con toda la tierra perdida y esos pájaros negros picoteando todo el día los restos de la cosecha. Antes salíamos a espantarlos, pero a J. le dio por decir que era inútil y se encerró en un cuartito, detrás de la alacena, que había servido en sus tiempos para esconder a los hombres que escapaban de la guerra. Hace semanas que no sale de ahí, se ha llevado el ordenador y el tabaco y no me habla; lo último que dijo antes de atrancar la puerta fue que se había quedado vacío y que tenía que arreglar su vida.

Yo me paso las horas asomada a la ventana de la cocina contemplando el desastre que han ocasionado las lluvias. Este invierno ha sido tan contrario, que no ha cesado de caer agua en ningún momento, y la humedad, tan extraordinaria, que aunque no llueva el aire te empapa en cuanto sales afuera. Es por eso que toda nuestra tierra cultivada se ha convertido en un lodazal; te hundes hasta la rodilla si pruebas de cruzar al otro lado, y mis intentos por salvar algunas patatas o las cebollas dulces han sido en vano. Todo se ha podrido en tan poco tiempo que me pregunto a diario si nuestro hogar resistirá, si nosotros también acabaremos deshaciéndonos, diluyéndonos entre las tablas del piso; desmigajados, pasaremos a través de las ranuras y nos confundiremos con este fango rojo que no parece pueda volver nunca a recuperar la firmeza.

Por las tardes me tranquilizo un poco y me siento en la mecedora con los ojos cerrados, entonces noto una vibración que sube desde mis pies fríos hasta la garganta, como si un tren fantasma recorriera en silencio los cimientos de la casa.

Imagino que me levanto y llego hasta la despensa, me veo apoyando la frente en la puerta del cuarto oculto, intentando oír a J. trabajando en su ordenador, comunicarse con personas que no conozco y están muy lejos. Pienso en lo que podría decirle para que saliera, o al menos para oír su voz desde el otro lado, y no se me ocurre nada. Cuando vuelvo a abrir los ojos veo que sigo sentada, que ya ha anochecido, y me digo que no he sido capaz de preguntarle si él también nota esa agitación extraña que viene del suelo, entonces mi corazón se acelera y una angustia negra me aprieta el estómago.

«No me abandones», me oigo decir en voz alta. Y aún puedo ver mis palabras cobrar cuerpo ante mí en la oscuridad cada vez más densa, cada vez más plena, justo antes de hundirme muy despacio, lentamente. Sin pausa.

Scroll al inicio
Botón WhatsApp flotante 💬 WhatsApp